jueves, abril 20, 2006

relato arbitrario

Caminamos – mi hermano y yo – unos pasos por esa suerte de jardín alargado. Unos diez metros a nuestra izquierda un muro gris marcaba el límite en ese costado. A la derecha – dos o tres metros – una pequeña medianera me llegaba a la altura del ombligo. El césped estaba bastante maltratado. Pasaban chabones, en una u otra dirección. Muchos chabones y minitas con el buzo en la cintura. Todos se movían. Y el jardín también, más estrecho ahora. Escuché de mi hermano: “Vamos a comprar un porrón”, y lo vi alejarse. Más o menos para la mitad del jardín noté un quincho donde se había montado el quisco. El ochenta por ciento de los chabones y las minitas de buzo en la cintura estaban ahí, agolpándose y empujando. Todos querían conseguir porrón o choripán. Coca, creo que también vendían. Aturdido en la pilada de chabones sentí que llamaban a mis espaldas: mi hermano, sosteniendo una cerveza me hacía señas. Nos alejamos, regresamos un tanto el camino y saltamos la medianera, que ahora me llegaba al cuello, hacia el otro lado. En ese lado no habían tantos chabones. Era una playa de unos tres metros de ancho; el mar azul – celeste y la medianera acotaban. Una pequeña isla se veía, también, justo enfrente nuestro. Hubiera sido cuestión de caminar unos metros por el agua, nomás. Mi hermano, sin mirarme, comentó: “voy a tener un hijo”. No contesté, creo. Un windsurfista que andaba por ahí se acercó y comenzó a dar vueltas muy cerca nuestro. Manejaba la vela con sus aletas azules y apoyaba la cola en la tabla.

“Es un hijo tiburón”, dije.

“Sí – respondió mi hermano – es un hijo tiburón”.

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