martes, abril 18, 2006

ejercicio: relato en que el protagonista no sabe dónde está

Esta vara incandescente que llevo en mi mano golpea con furia demente. Es lo único que tengo frente a esos hombres de trajes negros y rostro velado que, uno tras otro, se vuelcan sobre mí. Lo sé, o creo saberlo: su único (uno, sólo, para todos ellos) e inevitable destino es mi aniquilación. Mi caída dramática y definitiva.
No existe una dirección en la que yo pueda huir. Descargo mis golpes y avanzo. Golpeo y estos hombres decaen y se pierden debajo de mis pies, después de esa durísima franja negra que corta el espacio. Todo es duelo y partículas luminosas; matar y, sobre todo, avanzar sobre el único camino que se me ha dispuesto y que por ello lleva el nombre de mi esperanza. Dicha fatalidad – esa que observa sobre mis pasos - es radical. Miro hacia delante; sólo veo más de estos hombres, otros con espadas y cinturones de brillantes metales y unos árboles (regresar sobre el espacio vacío e inmóvil es una idea absurda y cobarde). En una ocasión logré avanzar más allá de ese bosque. Mucho más allá. Sé de un castillo blanco custodiado por hombres agilísimos que blanden espadas y saltan más alto de lo que yo he visto saltar a cualquier hombre. Hasta esa línea negra durísima que corta el espacio ahí arriba. Y de un sultán dueño de una terrible magia y custodiado por decenas de esos guerreros que lanza bolas de fuego blanco con sus mismas manos. Fue allí, y a manos de ese sultán, que se decretó mi segunda caída. Ahora he vuelto a este lugar. No hago sino embestir contra estos hombres de vestidos negros y, por cierto, avanzar. Sé, igualmente, que si logro atravesar el bosque el sultán me derribará nuevamente y eso será definitivo: sólo tres oportunidades ofrece el espacio. La conciencia de lo implacable eclipsa el camino posible (¡mi esperanza!). Los hombres se abalanzan sobre mí y son demasiados. No veo, ya, ningún camino. Me revuelvo en una serie de golpes despechados y ciegos. Gesto inútil; los hombres siguen lanzándose sobre mí. Me espera la muerte, lo sé. Pero antes de caer definitivamente detrás de esa línea negra emplazada e inmóvil debajo del suelo, me elevo un instante en el centro del espacio. Es un movimiento prodigioso y final: mi cabeza gira y yo veo fuera del camino. No después; fuera. Veo – explico – pero no en una dirección o en la otra. Veo fuera del espacio. Es una profundidad inadmisible, absoluta. Sombras y colores que mi imaginación habría sido incapaz de concebir. Y mi cuerpo, suspendido, se ve invadido por una centelleante leyenda que atraviesa el espacio. Reza: “game over”.

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